Mis vagones siempre son un no parar. Hoy voy en uno de esos que son más grandes de lo normal, de esos que nos llevan a todos de vuelta, básicamente. Los que vienen de Barcelona son una especie de Ramblas en hora punta.
Me apetece contar la cantidad de gente que hay aquí pero estoy ya perdiendo la paciencia con el chico de al lado, le voy a decir para que se calme que si las ovejas no le funcionan se ponga a contar pasajeros. Lo tengo que apaciguar de alguna manera.
Pensaba dormir y ha roto la palanca que baja el asiento, debe ser lo más desesperante que le ha pasado hoy. El asiento no se baja pero como siga investigando me veo en la vía del tren, va a hacer un boquete que vamos a llegar al núcleo de la tierra.
¡Estos trenes! ¡Está mierda! ¡Está todo estropeado! ¿Todo? ¿La cafetería también? Porque voy necesitando una tila. Ahora se ha quitado el jersey porque ha cogido un calor extremo por sus ansias de arreglar el asiento. Está al lado de la ventanilla y yo estoy en el asiento del pasillo. Siento que quiere saltarme para dejar el jersey donde en principio las maletas reposan tranquilas.
Con la mirada le sonrío y le vengo a decir que lo meta donde pueda que no me vuelvo a levantar a no ser que me digan que rebajan algún bolso de Chanel en MyTheresa. Ya lo he hecho cuando le han llamado por teléfono y cuando la vejiga no le dejaba continuar trayecto.
‘Señores viajeros, el tren destino…’ ¿Cómo? ¿Pero cuánto tiempo llevo aquí? Han pasado apenas 10 minutos y este hombre él solito me va a apañar la columna entera del lunes. No hay nada más mágico que mirar a una persona nerviosa con toda la tranquilidad del mundo. Se siente extrañado seguro. Este tenía que haber estado en la AP-6 dirección Madrid.
Venga, me atrevo…. ¿Todo bien? Está miiiiiiierrrdaa de asiento que no va. Peor están los de la AP-6. Saca su móvil y se pone a mirar el tiempo que hace, me quiero ir del asiento porque como para todo tenga la misma suerte me veo haciendo noche por inclemencias del tiempo.
Siento que invade mi espacio personal porque él se quiere tumbar a toda costa, sea como sea. Me voy echando un poco más hacia al pasillo, tanto que parece que voy a acabar leyendo el libro del chico del asiento de al lado y cuando ya somos casi amigos con el del libro, estornuda como lo hacen los de la segunda planta con neumonía.
¿Dónde me meto? Me voy a la cafetería. No puedo escribir en estas condiciones. Estoy por decirle al revisor si esto tiene algún tipo de descuento emocional. Llego a la cafetería y hay un grupo de chicos de edad casi reumática jugando al fútbol con el albal del bocadillo. Me siento Georgina esperando a que acaben el partido sólo que sin posparto reciente y millones en la cuenta corriente.
Apoyo el iPad en la ventanilla, empiezo a escribir mientras con el talón les devuelvo el albal y con el brazo sujeto la tablet contra la ventanilla. En la cafetería todo se mueve más. Estoy tan desesperada que he pedido la revista de RENFE. Entre sus páginas me encuentro algo que no espero. Una entrevista con Pablo López, autor de Camino, Fuego y Libertad. Este hombre parece que siempre viene a salvarme. ¿Auriculares? Que suene bien fuerte en mi lista de reproducción, porque no veas cómo está el patio.
