Cuando era pequeña estaban de moda los campamentos. Si no ibas en verano a uno de ellos eras una especie de bicho raro, una especie autóctona en peligro de extinción, una pregunta sin contestación en el ciclo de la vida.
Todos los niños iban de campamentos aunque fuese al río que había a media hora de la ciudad. Ese que cuando eras pequeño te parecía la súper excursión de la vida e incluso te despedías de tus padres con una mirada envalentonada haciéndoles saber que en ese momento te convertías en una persona adulta y responsable mientras pensabas de qué te habría puesto el bocadillo tu madre.
Todos sin excepción pasaban al menos 15 días, de esos deseados tres meses de vacaciones de la vida laboral adulta, en algún lugar recóndito que implicase mochila, cantimplora y una buena tienda de campaña de Quechua.
Aquello te lo vendían como la mejor experiencia de la vida, la más grande satisfacción que le podías dar a tu hijo y yo lo veía como un aburrimiento insufrible y supremo. Nunca me gustó, ni mucho menos entraba en mis planes ir a uno de ellos.
Cuando llegaba el final de curso mis padres lanzaban la idea de la multiaventura con alegría y yo me seguía negando con rotundidad. No con alevosía porque alardear de no querer ir a un campamento no entraba en los planes de nadie y menos de esas madres que lo vendían como si se acabaran de comprar un bolso de Chanel.
La misma satisfacción material. Un día mi vecina le sugirió a mi madre que había uno en Francia que estaba bastante bien y decidieron que lo tenía que comprobar en mis carnes. Reconozco que buscaron uno que se salía fuera de lo común. Tenía buena pinta, no lo voy a negar pero en la planilla ponía campamento por lo que había que seguir estando alerta.
Este te va a gustar. No, no me iba a gustar. Yo lo sabía porque todo lo que implicaba no me gustaba. A veces la mayoría no tiene la razón, hay que tener un carácter independiente y revelarte si eso no es lo que quieres y ni mucho menos pienso que le haya faltado emoción ni experiencia a mi vida por no haber ido de campamentos. Otra absurdez de la modernidad, las modas en masa.
Llegue con una maleta de Benetton más grande que yo acompañada por mi mejor amiga, esa que el primer día me había tocado de compañera de mesa en primero de primaria y estaba siempre resfriada.
Sorbía las mucosidades como si se presentara constantemente a un concurso de resfriados y allí, en ese mismo lugar me empecé a poner yo mala. Mala de la angustia al leer a qué hora me tenía que levantar y mala en el momento que una monitora me enseñó el zulo-habitación.
Y tuve una suerte tremenda porque dentro del pabellón me tocó la habitación de la esquina con una ventana que daba hacía la plaza del pueblo con Iglesia incluida. Era perfecta para rezar todo lo que me sabía para que aquello pasase pronto. Estaba en situación privilegiada. El problema vino cuando mi quise deshacer la maleta, ensanchada no cambia así que la saqué a la puerta y que sea lo que Dios quiera, pensé.
A las 6 de la mañana todos los días abría el ojo por culpa del replique de campanas de la iglesia y a partir de ahí las actividades se sucedían hasta la tarde noche que en Francia ya sabemos que a la cama cuanto antes mejor.
Llamé a mi casa y les dije a mis padres que me había hecho en unos días una perfecta idea de lo que era un campamento y les sugerí que viniesen inmediatamente a por mí. Yo creo que esa actitud es la que te hace ser fuerte en la vida. La de imponerte y decir, eso no va conmigo y me quiero ir de aquí, pese a todo, pese a la masa.
No lo intentaron más aunque siempre les agradecí el esfuerzo de que volara desde pequeña.

Images: Living Backstage